La luz y sus secretos: Sandra Luz López Barroso
Light and Its Secrets: Sandra Luz López Barroso
Un prejuicio persistente sobre el cine antropológico o etnográfico es que -mientras que la o el cineasta no puede renunciar a las cuestiones éticas sobre sus relaciones con los sujetos- otras cuestiones filosóficas o, de hecho, mitológicas sobre la índole de su medio deben ceder ante la documentación absoluta de los propios sujetos, dejando esas cuestiones “formales” adicionales a los experimentalistas supuestamente esotéricos. La cineasta y antropóloga Sandra Luz López Barroso rompe con las dicotomías que sustentan este prejuicio al responder siempre que su medio, base de las articulaciones del ojo, el oído y la cámara en mano, es esencialmente compartido con los sujetos de sus películas. Este medio compartido es la forma en que la luz y la sombra se manifiestan en las superficies de la comunidad afrodescendiente de San Nicolás de Tolentino en la Costa Chica de Guerrero, México, así como la forma en que los rituales cotidianos en esa comunidad se mueven, se detienen y proceden, y las exigencias relacionadas con la elaboración de un sentimiento de pérdida o duelo.
Vemos los poderes comunicativos de la luz declarados en los momentos iniciales de Artemio, mediometraje de López Barroso de 2017, cuando el niño de nueve años que da título a la película juega a las adivinanzas con su madre, Coco. (Son, respectivamente, bisnieto y nieta de la difunta y querida amiga de López Barroso en la Costa Chica, Doña Catalina Noyola Bruno). Artemio dice en inglés: “I spy with my little eye something that’s color white” (“Veo con mi ojito algo que es de color blanco”). De hecho, es “la lluvia”, como revela con enfático español, aunque su madre intenta corregirle que la lluvia es incolora. El movimiento entre la opacidad y la transparencia en su juego de adivinanzas ya es paralelo a su movimiento entre dos idiomas, una consecuencia de sus vidas en tránsito entre México y Estado Unidos. ¿Se equivoca Artemio al seguir insistiendo en que la lluvia es de color blanco? Gracias a Artemio comenzamos a mirar de nuevo cómo las gotas de lluvia y luz golpean la superficie de la ventana del camión en el que viajan él y su madre, y cómo, en consecuencia, golpean la superficie de nuestra propia pantalla; entonces también vemos esos pequeños puntos como blancos u opacos. De ahí que la cámara de López Barroso se identifique con Artemio, cuyas singulares y creativas formas de ver, de dibujar, de amar a su hermana y su mamá y de valorar -se emociona más por recibir de su madre diez pesos para jugar maquinitas que por recibir cien-, sostenidas entre múltiples idiomas y culturas, se resumen en la abreviatura del nombre por su madre: Arte.
¿Otros ven a Artemio como la cámara de López Barroso? En un virtuoso pasaje de movimiento lento de cámara en mano en sintonía con los ritmos íntimos y corporales de las figuras humanas, López Barroso se acerca a Coco y a su pareja, Luis, mientras “nadan” exageradamente hasta una puerta para besarse: un beso que es interrumpido deliberadamente por Artemio, que sostiene un cubito de plástico verde, gesto que bien podría ser una respuesta lúdica a la cámara de López Barroso al otro lado de la pareja. Artemio y la cineasta están unidos por la pregunta, expresada al nivel de gestos de sus manos, de si se les permitirá entrar en algún mundo privado u otro.
Las observaciones itinerantes del niño se señalan nuevamente en un diálogo con su madre, mientras caminan por los sonidos de una marcha fúnebre con instrumentos de viento. “¿Qué están celebrando?”, pregunta Artemio. El primer impulso de Coco es negar que se trata de una celebración, aunque luego reflexiona, acercándose a las formas de ver y escuchar de Artemio: en la Costa Chica llevan la música a casa porque la persona ha pasado a “otro ámbito, a otra etapa”. Si nos acercamos a la película Artemio retrospectivamente -es decir, habiendo visto el largometraje posterior de López Barroso, El compromiso de las sombras (2021)- podríamos sospechar (como de hecho sucede) que, escondida entre los sonidos funerarios de la película anterior, en buena medida fuera de la pantalla, está la protagonista de su película más reciente, Lizbeth, la oradora fúnebre transgénero que dirigió el entierro de Doña Catalina en 2007. A lo largo de la obra de López Barroso, la Costa Chica se muestra como un mundo comunitario, marcado por circuitos compartidos de ambulación y coincidencia.
La miríada de formas que tiene la luz de incidir en las superficies de San Nicolás en El compromiso de las sombras -ya sea como relámpagos, velas, luz del sol o luz de la luna, y a menudo en contraste con focos eléctricos brillantes- nos recuerda a nuestros antecesores y supervivientes más naturales y familiares del cine. La transmisión de los colores de la luz de las velas a través de los pétalos de los gladiolas que llevan los dolientes dirigidos por Lizbeth en paralelo con una toma anterior de la luz de las velas sobre una fina manta, nos recuerda a su vez a nuestros filtros cinematográficos más naturales y familiares. Balanceándose tranquilamente en una hamaca por la noche, Lizbeth habla de los secretos de la muerte, invocando tanto las “sombras pesadas” de aquellos que han muerto con proyectos incompletos en la tierra (y, por tanto, se apoyan aún más en las oraciones de los dolientes) como las “sombras” de esos elementos ocultos que los vivos apenas pueden vislumbrar. De ahí las concepciones de sus medios, compartidas tanto por Lizbeth como por López Barroso: no de exponer secretos -con bruscas invocaciones de los poderes interrogatorios de la cámara-, sino de sostener las mismas relaciones entre luz y oscuridad que hacen posible los secretos.
Estas sombras pesadas regresan sorprendentemente en el extraordinario despliegue de Lizbeth dirigiendo a los dolientes en el ritual de levantar la sombra del difunto que marca el final del noveno día de duelo (el mismo día, como había dicho antes en la hamaca, que los muertos agitados pueden volver a ella y a sus seres queridos en sueños). “No estamos levantando esta cruz”, dice sobre la cruz con puntos de crisantemos blancos que acompaña al ataúd, señalando que es sólo una pieza de madera: “Pero debajo de esta cruz están levantando una sombra”. El papel de Lizbeth es recordar a los dolientes que el movimiento lento y consciente de la sombra del difunto mediante la elevación de la cruz en posición vertical no depende más que de ellos mismos y de sus propios esfuerzos colectivos.
Un efecto imprevisto de este momento es que llama nuestra atención sobre cómo toda la película está estructurada por las demandas de levantar: sus tomas iniciales son del suelo -estanques de agua que reflejan, caballos pastando filmados a su nivel-, luego, elevadas por el ritual, las tomas finales miran siempre hacia arriba, hacia el cielo, hacia un momento final de la luz del amanecer resplandeciendo en una nube sobre San Nicolás. Apoyándose en una idea primordial (incluso, en cierto sentido, antigua) del cine como, en última instancia, conjunto de sombras, la obra de López Barroso no es sólo la representación del ritual del levantamiento de la sombra, sino su adaptación y transmutación a lo largo de toda una película.
De hecho, tanto Artemio como El compromiso de las sombras se basan en las posibilidades de abreviar una forma de vida -reconociendo tanto los límites como los poderes de estos breves bocetos- al puntuar momentos cotidianos con amanecer y atardecer. Así, las películas de López Barroso suscitan la pregunta de si las respuestas compartidas a las fluctuaciones de la luz pueden ser una base más que suficiente para reconocer una humanidad compartida (local, regionalmente inscrita) y, por tanto, para imaginar la proyección futura de una comunidad.
An abiding prejudice about anthropological or ethnographic cinema is that—while the filmmaker cannot forgo ethical questions about their relations to their subjects—other philosophical or indeed mythological questions about the nature of their medium must yield to absolute documentation of the subjects themselves, leaving those further “formal” questions to supposedly esoteric experimentalists. The Oaxacan filmmaker and anthropologist Sandra Luz López Barroso breaks with the dichotomies sustaining this prejudice by always answering to the fact that her medium, the basis of those articulations by her eye, ear, and handheld camera, is essentially shared with her films’ subjects. This shared medium consists in the way that light and shadow manifest on surfaces in the Afro-descendent community of San Nicolás de Tolentino, in the Costa Chica of Guerrero, Mexico, as well as the way that everyday rituals in that community move, stop, and proceed, and the related exigencies of working through a feeling of loss or mourning.
We see the communicative powers of light declared in the opening moments of López Barroso’s 2017 medium-length film Artemio, as the nine-year-old boy of the film’s title plays a guessing game with his mother, Coco. (They are, respectively, the great grandson and granddaughter of López Barroso’s late, dear friend in the Costa Chica, Doña Catalina Noyola Bruno.) Artemio says in English, “I spy with my little eye something that’s color white.” It’s in fact “la lluvia” (the rain), as he reveals in emphatic Spanish, even though his mother attempts to correct him that rain is colorless. Already the movement between opacity and transparency in their guessing game is paralleled by their movement between the two languages, a consequence of their lives spent in transit between Mexico and the U.S. Is Artemio wrong to continue insisting that rain is colored white? Thanks to Artemio, we start to look anew at how the drops of rain and light hit the surface of the window of the bus that he and his mother are riding, and as a result of this the surface of our own screen; we now also see those little dots as white or opaque. Thus is the basis of López Barroso’s camera’s identification with Artemio, whose singular and creative ways of seeing, of drawing, of loving his sister and his mother, and of valuing (he appears more excited about receiving from his mother ten pesos to play old arcade games than to receive a hundred), buoyed by living among multiple languages and cultures, are encapsulated in his mother’s abbreviation of his name as Arte (“art”).
Do others see Artemio as López Barroso’s camera does? In a virtuoso passage of slow, handheld camera movement attuned to human figures’ intimate, corporal rhythms, López Barroso closes in on Coco and her partner Luis as they exaggeratedly “swim” up to a doorway in order to kiss—a kiss that’s deliberately interrupted by Artemio holding up a green plastic bucket, a gesture that could very well be a ludic response to López Barroso holding up her camera on the other side of the couple. Artemio and the filmmaker are united by the question, expressed at the level of their hands’ gestures, of whether they will be allowed into some private world or other.
The child’s itinerant observations are again pointed up in a dialogue with his mother, as they walk past the sounds of a wind instrument-lined funeral march. “What are they celebrating?”, Artemio asks. Coco’s first impulse is to deny that it’s a celebration, though she then reconsiders, stepping closer to Artemio’s ways of seeing and hearing: in the Costa Chica, they bring the music into the home because the person has passed to “another realm, another stage.” If we approach the film Artemio retrospectively—that is, in having seen López Barroso’s follow-up feature El compromiso de las sombras (The One Amongst the Shadows, 2021)—we might suspect (as it happens, correctly) that hidden within the earlier film’s mostly offscreen funeral sounds is none other than the later film’s protagonist, Lizbeth, the transgender woman funeral orator who led the burial of Doña Catalina in 2007. Across López Barroso’s work, the Costa Chica is shown to be a communal world, marked by shared circuits of ambulation and coincidence.
The myriad ways that light has of striking the surfaces of San Nicolás in The One Amongst the Shadows—whether as lightning, candlelight, sunlight, or moonlight, and often in contrast with bright electric bulbs—remind us of our most natural and familiar forerunners and survivors of cinema. Colored transmission of candlelight across the petals of gladioli carried by mourners who are led by Lizbeth, and mirrored by an earlier shot of candlelight across a thin blanket, in turn remind us of our most natural and familiar cinematic filters. Calmly swinging in a hammock at night, Lizbeth speaks of death’s secrets, invoking both the “heavy shadows” of those who have died with projects left incomplete on earth (and thus relying all the more on mourners’ prayers) and the “shadows” of those hidden elements that the living can barely glimpse. Hence the conceptions of their mediums shared by both Lizbeth and López Barroso: not of exposing secrets (as in brusque invocations of the camera’s interrogatory powers), but rather of sustaining the very relations between light and dark that make secrets possible.
These heavy shadows effect a startling return in the film’s remarkable deployment of Lizbeth leading mourners in the ritual of uplifting the deceased’s shadow that marks the end of the ninth day of grief (the very day, she had earlier said on the hammock, that the agitated dead can return to herself and to their loved ones in dreams). “We’re not uplifting this cross,” she says of the white chrysanthemum-dotted cross that had accompanied the casket, remarking that it is just a piece of wood: “But beneath it, there’s a shadow and we’re uplifting it.” Lizbeth’s role is to remind the mourners that the slow, conscientious movement of the deceased’s shadow by means of raising the cross upright depends on nothing but themselves and their own collective efforts.
An unanticipated effect of this moment is to call our attention to how the entire film is structured by the demands of uplifting: its opening shots are of the ground—reflecting pools of water, grazing horses shot at their level; then, pivoted by ritual, its closing shots look ever upward, to the sky and a concluding moment of dawn’s light striking a cloud above San Nicolás. Relying on a primordial (even, in a sense, ancient) idea of cinema as ultimately an assembly of shadows, López Barroso’s work is not just the representation of the ritual of the uplifting of the shadow, but its adaptation and transmutation over the course of a whole film.
Indeed, both Artemio and The One Amongst the Shadows build upon the possibilities of abbreviating a form of life—with a recognition of both the limits and powers of such short sketches—in punctuating everyday moments by sunrise and sunset. Thus, López Barroso’s films provoke the question of whether shared responses to the fluctuations of light might be a more than sufficient basis for recognizing a shared (local, regionally inscribed) humanity, and thus for imagining the future projection of a community.